Con la ayuda del cuento
tradicional “El príncipe Feliz” vamos a realizar una pequeña improvisación
donde los alumnos representen los distintos personajes del cuento, para que
cada uno sea consciente de las distintas personalidades y formas de pensar que
tienen los personajes, y como con un cuento tan sencillo los niños pueden
apreciar los buenos actor del Príncipe y la golondrina sin buscar nada a cambio
y con el único propósito de ayudar a los demás.
Desarrollo de la actividad:
EL PRÍNCIPE FELIZ
·
Narrador/a: En una ciudad del Norte,
presidiendo una plaza, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Vestido con
armadura, digno y esbelto, tenía dos zafiros por ojos, un rubí en la empuñadura
de su espada, y láminas de oro recubriendo su cuerpo.
A
fines de verano, Piopí sobrevoló dicha ciudad. Era una golondrina, blanca con
alas negras, que emigraba a Egipto para pasar allí el invierno. Traía mucho
retraso por culpa de sus dos hijitos, demasiado perezosos para salir del nido
en su momento.
Como
ya se acercaba el crepúsculo, Piopí buscó un árbol donde pasar la noche, pero
todos se le antojaron inhóspitos; dio dos vueltas alrededor del Príncipe Feliz,
y se dijo:
“Ahí, entre sus plantas, podré dormir a
gusto”.
Buscó
la postura adecuada para entregarse al sueño. De pronto, sintió que una gota le
caía encima, y abrió los ojos. Llover no llovía, porque el cielo estaba raso.
Entonces, ¿qué podía ser aquello?
Una
detenida inspección de la estatua resolvió el misterio. ¡El Príncipe Feliz
estaba llorando!
·
Piopí: ¿Qué sucede, buen príncipe?
·
Príncipe: ¡Ay, mí querida amiga!
Estoy muy triste
·
Piopí: ¿Triste tú? Te llaman el
príncipe feliz…
· Príncipe: Lo era en vida, pero ahora que soy estatua puedo
contemplar desde aquí el sufrimiento de toda la ciudad. ( se lamento él)
·
Piopí: No sé cómo podré consolarte
de tanto dolor y maldad (dudó Piopí)
·
Príncipe: Llevando el rubí que adorna
mi espada a una pobre madre cuyo hijito enfermo está sediento.
·
Narrador/a: Devorado por la fiebre, el
niño ansiaba calmar su sed con zumo de naranja, pero su madre, hundida en la
miseria, no podía complacerle.
Conmovida, Piopí cogió con su pico el rubí que el príncipe le tendía y voló hacia
la casita señalada.
Sus
ventanas no tenían cristales, y la golondrina pudo entrar fácilmente. Ya sin
lágrimas en los ojos, aquella madre dormitaba reclinada sobre una mesa, vencida
por tanta angustia. A pocos pasos, el niño se agitaba inquieto en su cama, sin
poder conciliar el sueño.
Piopí,
conmovida, buscó el lugar más idóneo para dejar su tesoro, y escogió un dedal
que asomaba desde el cesto de la costura. La mujer tenía a medio zurcir unos
calcetines de lana del pequeño. En cuanto despertase querría proseguir su labor
y entonces…
·
Madre:
¡Oh!, ¿qué es esto? ¡Si parece un rubí, mira hijo mira!
·
Hijo: ¡Ahora podre tomar zumo de
naranja!
· Madre:
Si hijo mío, pronto estarás mejor. (la golondrina escuchó desde un alero
cercano sus voces admiradas y, llena de alegría, emprendió el vuelo de regreso).
· Narrador/a: Aquella noche, Piopí durmió
plácidamente entre los pies de la estatua. Con las primeras luces del alba,
despertó y se fue a bañar a un río cercano. Cuando regresó junto al Príncipe
Feliz, quiso despedirse de él.
·
Piopí: Bueno, Príncipe, no puedo
demorar más el viaje. Se aproxima el invierno y debo partir.
·
Príncipe: Te ruego aún otro favor
golondrina (imploró el Príncipe, con voz doliente).
·
Piopí: ¿Qué quieres ahora?
·
Príncipe: Un poeta se muere de frío y
hambre. Nadie reconoce su talento, pero la humanidad le necesita. Toma este ojo
de zafiro y llévaselo (explicó él).
·
Piopí: Pero, ¡vas a quedarte
tuerto! (se admiró Piopí).
·
Príncipe: No me importa.
· Narrador/a: La golondrina inició su
nueva misión con el pico humedecido por las lágrimas. Siguiendo las
indicaciones del Príncipe, dio enseguida con la casucha del poeta, una
verdadera ruina. Bien arrimado a una estufa de hierro, el poeta escribía con
una mano mientras se soplaba los dedos de la otra para calmar sus escozores.
“¡Qué mal lo está pasando!”,
pensó la golondrina, que lo miraba posada en una viga del techo.
Aprovechando
un instante en que él se volvió de espaldas, Piopí descendió sobre la mesa y
dejó el zafiro entre dos pergaminos recién garabateados, muy a la vista. Acto
seguido, volvió a su puesto de observación, y asistió a la reacción del poeta.
·
Escritor: ¡Vaya, un zafiro! Alguien
me lo envía como justa recompensa por mi trabajo. Es lo que digo yo: ningún
verdadero talento puede pasar eternamente inadvertido.
·
Narrador/a: Piopí se alejó con una
impresión muy distinta a la de la vez anterior. El poeta era orgulloso, y creía
que el mundo le debía ese favor. Quizá le hubiera convenido seguir así un
invierno más…
A la
mañana siguiente, la golondrina fue al mar. Durante largo rato, contempló su
azul inmenso desde un acantilado cercano al puerto, mientras pensaba:
“Podría hacer la travesía en la arboladura de cualquier
barco; así no me cansaría tanto”.
Incapaz
de marcharse sin decir adiós al Príncipe Feliz, la golondrina volvió a su lado.
·
Piopí: Ya es hora de irme; creo
que mis hermanas están en Egipto desde hace tiempo (le dijo).
·
Príncipe: Quédate una noche más,
golondrinita, te lo suplico.
·
Piopí: Lo siento, Príncipe; me es
imposible. Casi no puedo parar ya de frío. Un día más así, y moriré (advirtió
Piopí, severa).
·
Príncipe: ¿Es que solo puedes pensar
en ti misma? (le reprochó el Príncipe, asombrado). Veo a una niña vestida con
harapos que vende fósforos. Debe tener cosa de diez años. Es rubia y huérfana.
·
Piopí: ¿Y bien? (se impacientó
Piopí, nuevamente convencida por su bondad.
·
Príncipe: Esta en un problema. Los
fósforos se le han caído al barro, y hoy se quedará sin cenar; así que llévale
el ojo que me queda (explicó el Príncipe).
·
Narrador/a: Por un instante, Piopí
pensó replicar, pero comprendió que sería inútil, y escuchó todos los detalles
del asunto. Fue muy sencillo arrojar el zafiro desde lo alto, en pleno vuelo, y
grato en verdad observar el gozo de Helga (que así se llamaba la niña) al
descubrir la joya reluciendo en el barro, muy cerca de sus pies.
Antes
de dormirse, Piopí contó al Príncipe su última aventura, y también sus andanzas
de años anteriores. Había cruzado océanos imponentes, salpicados de arrecifes
en sus bordes, profundos aguas adentro; conocía varios continentes, con sus
llanuras y sus desiertos, quebrados por grandes montañas y protegidos por
densos bosques.
En
Egipto tenía su segundo hogar, un nido resistente y amplio. Allí reinaba la
primavera, con vientos suaves de día y un firmamento estrellado de noche.
·
Príncipe: Eso que me cuentas es
hermoso, golondrina, pero aún más bonito consolar el dolor de los hombres
(comentó el Príncipe Feliz).
·
Piopí: Por eso me he quedado
contigo (reconoció Piopí).
·
Príncipe: Ahora que no tengo ojos,
dime qué ves en la ciudad (pidió el Príncipe).
·
Piopí: Antes he de recorrerla muy
despacio, Príncipe, porque yo no tengo ojos de zafiro (advirtió Piopí).
·
Narrador/a: Al emprender su nueva
misión, la golondrina renunciaba a toda posible salvación. Le quedaban ya pocas
fuerzas, y pensó en lo bien que lo estarían pasando sus hermanas en Egipto. El
Príncipe le había enseñado a dar a su vida un sentido nuevo y maravilloso.
Piopí
sobrevoló palacios resplandecientes, donde ricos comensales celebraban unos
banquetes de ensueños. En cada una de las puertas, cuadrillas de mendigos pedían
limosna a los invitados, y éstos los rechazaban; incluso algunos criados salían
provistos de gruesos palos para ahuyentarlos.
·
Pobre 1:
Buen hombre, ¿podría darme algo? Solo pido para comer (dijo el hombre con voz triste
y cansada).
·
Pobre 2:
Buenas noches mis señores, necesito comida para mi hijo pequeño, ¿pueden
ayudarme? (dijo la mujer entre sollozos, aunque sin conseguir respuesta
alguna).
·
Criado:
¡Fuera de aquí sucios mendigos, id a otra parte a pedir limosna!
·
Narrador/a: En muchas casas, las
familias se apretujaban muertas de frío; vestían sucios harapos y caían como
chinches, víctimas de las enfermedades.
Pensaba
la golondrina, ya de regreso a la estatua:
“Los hombres no se tratan como hermanos”.
De
haber tenido aún sus ojos, el Príncipe Feliz hubiese llorado al escuchar las
noticias traídas por Piopí. Con un simple susurro, sólo pudo decir:
·
Príncipe: Golondrina, reparte las
láminas de oro que recubren mi cuerpo entre los pobres de la ciudad.
·
Piopí: Si te parece, empezaré
mañana, Príncipe. ¡Ahora me siento tan cansada!
·
Narrador/a: Apenas se hizo de día,
reanudó su trabajo. Con el pico fue arrancando pedacitos de oro de la estatua;
cuando tenía suficiente cantidad, emprendía el vuelo y dejaba caer su valiosa lluvia
junto a los seres necesitados.
La
mujer paralítica que no podía ganarse la vida, el padre de familia acosado por
las deudas, la muchacha desnutrida y el viejo enfermo… todos, todos los pobres
de la ciudad recibieron una lámina de oro que alivió su situación.
La
golondrina que finalmente se posó en el hombro del Príncipe, era ya sólo un
espectro agonizante y alegre. Apenas tuvo aliento para decir a su amigo:
·
Piopí: Bueno, ya no hay tanto
dolor en esta ciudad.
·
Príncipe: Vete ya a Egipto,
golondrinita querida, que aún estás a tiempo (la animó el Príncipe).
·
Piopí: No, Príncipe. No puedo, me
muero.
·
Príncipe: ¿Tan mal te sientes? Vamos,
escóndete entre mis pies, y ahí estarás calentita hasta que luzca de nuevo el
sol (recomendó el Príncipe, muy angustiado).
·
Piopí: Te agradezco el gesto, pero
es inútil, Príncipe.
·
Narrador/a: En un supremo esfuerzo, la
golondrina dio al Príncipe un beso de despedida, y después cayó muerta entre
sus plantas.
·
Príncipe: ¡Golondrina, golondrina!,
¿dónde estás? (grito el Príncipe, alarmado, pero no obtuvo respuesta).
·
Narrador/a: Al día siguiente, el
alcalde de la ciudad, acompañado de sus adiles, pasó junto a la estatua del
Príncipe Feliz, camino del ayuntamiento. Sus ojos se detuvieron en aquel
esqueleto de plomo ennegrecido, sin ojos ni prestancia, y exclamó:
·
Alcalde: ¡Qué horro, caballeros!
Nuestro Príncipe Feliz parece un mendigo. Hay que quitar la estatua. Fundiremos
su plomo, y haremos con él una para mí.
·
Concejal: El alcalde tiene ideas brillantes,
nadie se la merece más que usted (corroboró el concejal).
·
Narrador/a: Una cuadrilla de obreros
desmontó la estatua del Príncipe Feliz, y condujo sus restos hasta el horno de
la fundición. El plomo se derritió enseguida entre las llamas, pero el corazón
del Príncipe no ardía, inmune al espantoso calor. Picado por la curiosidad, un
operario extrajo el corazón del horno, lo miró atentamente y dedujo:
·
Herrero: No arde porque su plomo es
de baja calidad.
·
Narrador/a: Sin más, lo arrojó al
montón de desperdicios de la factoría, justo al lado del la pobre golondrina.
Esa
misma noche, un empleado que trabajaba cerca del basurero, observó algo que le
llamó la atención: dos objetos emitían dorados destellos. Se acercó y vio que
se trataba del cadáver de Piopí y del corazón del Príncipe; intentó cogerlos,
pero tan pronto se acercaban sus manos, el resplandor se extinguía.
Desconcertado,
dio la espalda a aquel prodigio, y lo olvidó poco después.
En
esos mismos instantes, un hada descendía a la Tierra para cumplir una hermosa
misión. En su país de origen se la conocía por Maravillas.
La
Reina de las Hadas, sabedora de los despistes de Maravillas, había escrito su
encargo en un pergamino que decía lo siguiente:
“Tráeme las dos cosas más valiosas que encuentras en esa
ciudad”.
Una
gran luz inundó el firmamento. Muchos despertaron, y quisieron hallas
explicación al misterio. Entonces, se oyó una voz:
·
Maravillas: Buenas noches a todos. Soy
Maravillas, un hada mensajera, y vengo a llevarme de la ciudad las dos cosas
más valiosas que pueda encontrar.
Nada
veían los curiosos, salvo un resplandor cegador que, de pronto, incluyó dos
centelleos más pequeños. Maravillas con el cuerpecillo de Piopí en una mano y
el corazón del Príncipe Feliz en la otra, emprendió su vuelo de regreso al País
de las Hadas.
Ya
ante la Reina, Maravillas se inclinó respetuosamente, ofreciendo sus presentes.
·
Reina hadas: Un
corazón que sintió piedad de sus semejantes, y una golondrina que murió por
amor (dijo la Reina sonriendo). Dos tesoros que no tienen precio.
FIN